domingo, 24 de octubre de 2010

Pero dan ganas de que sea verdad

Jugué a la guerra porque encontré pelea. Jugué a papá y a mamá del mismo modo como ellos aprendieron a ser familia. Jugué a la escuela que tuve y a la economía que vi. No tengo noción en la memoria ni en la imaginación de algún momento en la historia en donde el juego no estuviera signado por el bien y el mal. Pero sí anhelo con urgencia, porque necesito creer que vale la pena estar vivo, que hubo un momento que el juego en su propia esencia fue la simple risa de las sensaciones. Que brincamos en el barro y corrimos bajo la lluvia. Que sentimos la caricia de la tierra entre las manos. El sudor placentero en el cuerpo. El sol generoso quemándonos blandito. Los brazos sombríos del árbol concediendo su fruta. El río, la laguna o el mar meciéndonos en la superficie y arropándonos del calor en su profundidad. La vibración de los labios como trompeta al jugar con la boca y la saliva. El jugueteo cuerpo a cuerpo de los amigos simulando una lucha pretexto para el abrazo al igual que los gaticos y los perros. Caminar maravillado los túneles adentro de la cueva de las hormigas y los bachacos. Ser luna y ser lucero contemplando el infinito. Ser noche haciendo figuras con las sombras a la luz de la lámpara. Extasiarse mirando el fuego. Un poquito después, ser pájaro con el papagayo y cigarrón en el gurrufío, mientras la niña peina amorosa con sus manos los cabellos del maíz jojoto en su inclinación natural de madre, para más tarde lanzar la zaranda en un día de fiesta, a la punta de los trompos alegres ante el cortejo inevitable del enamoramiento.

Ah, malhaya. No sabemos cuándo ni por qué irrumpió la degeneración en los adultos. Lo cierto es que el juego se hizo negocio. Apareció el primer circo y entonces debía pagarse para mirar la función. ¿Acaso te cobraron las mariposas para verlas entre las cayenas, el tucusito sorprendente o el crepúsculo infinitamente distinto cada vez?. Se instaló el cine y el televisor que no sólo también se compraron sino que además constituyeron instrumentos de manipulación y vehículo propagandístico para la industria del juguete. Y ya el solar de la casa, ni el monte ni la calle, la esquina o el peladero colectivo importó tanto como el nintendo y el parque de atracciones. El juego se había convertido en mercancía, el niño en cliente de sus propios padres y éstos en vulgares compradores de la tienda destartalada de la costumbre.

Y ahora nos toca vivir el desamparo en todas las edades. Desear crecer por lo inhóspito de ser niño en un mundo adulto. Crecer y decepcionarte de ser grande entre los hombres que se piensan imperecederos porque la sangre transita sin obstáculos los músculos vitales para estrangular el nacimiento de su propia especie. Envejecer y comprender lo terrible de ser viejo en un mundo que sólo reconoce la juventud como dinero. Temerle a la reencarnación por el miedo a la infancia. Buscar el sueño profundo para aliviar el cansancio de un día intranscendente y aun así dormimos con la certeza esperanzadora del despertar. Levantarse descansados y dichosos después de haber dormido muchas horas sin soñar nada y aun así buscar como vida eterna el insomnio tan temido, cual si creyéramos que al dormir no despertaríamos jamás. Este miedo al anonimato siendo anónimos. Porque no decide el niño su niñez, el adulto su efímera grandeza ni el anciano el peso del recuerdo. Porque el niño juega el mundo del adulto, el adulto el del anciano y el anciano retorna sin piel ni huesos que la sostengan al niño, como pagando el precio de la equivocación.

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