domingo, 24 de octubre de 2010

La Cultura y los Sueños

La Utopía es la Patria de todos los Sueños. Y aunque se insista ubicarla en lo posible es preferible soñar que morir.

La Utopía no accede a discutir la posibilidad de su muerte. Ella no es sino la fuerza que permite poner en camino el logro de todo sueño, digno de la humanidad. Detrás de cualquier conquista feliz está anónima su sombra. Porque el objetivo de la Utopía no es ser realidad, lo cual se considera imposible, sino poner al servicio del sueño la marcha histórica de lo imprescindible, donde toda fuerza constante se ha de alimentar cada vez, de mayor realidad.

El sueño, es el ideal como resistencia, que se hereda en el afecto, en tiempos en que el avanzar no transpira las mismas condiciones de lo objetivo, pero también es el fruto que se puede tomar para esparcirlo en cualquier lugar del planeta, esencialmente cuando coincide la hora de los solos y los juntos con su exacto sol de amanecer. Sobre todo en el momento donde no se mira al hombre sino a la idea, cuando el amor y el rencor personal no está por encima del cielo que se pretende bajar para lo justo.

Y nos hemos aferrado terriblemente a los sueños porque no hemos conocido una manera mejor para resistir. Y la resistencia por lo agraciado también formará parte de lo que algún día se deseó. Como lo que tenemos para todos y para sí, es inherente a lo que en otra hora se soñó.

El sueño de un nuevo concepto de País es imposible que no haya sido soñado todavía. Lo que corresponde para esta efervescencia que habita en los ojos, es materializar su sustento, acercar el horizonte para tener también acceso al esplendor. Ello parte de un sensible proyecto político ya no ligado a la prevaricación de sectas, organizaciones o gobiernos. Para que la queja y la reiteración de la crítica no disfuncione la personalidad de las nuevas generaciones. Construyendo una opción que no contamine el latido con derrota. La justificación de resistir, si de algo ha servido, es la de intentar mantener viva una filosofía del cuerpo colectivo, mientras se estructura lo posible para la gracia del País que eternamente se ha anhelado.

La cultura en sí misma contiene el proyecto de cualquier país, porque es el corazón de los pueblos, la sensibilidad del universo, el sublime río del instante. Así, aquello que se nombre inicial debe comenzar por crear un estamento filosófico que represente el dulce aliento de quien lo respira a fin de tener una idea que nos identifique y por qué vivir y por qué morir. Ahora, para este tiempo, ya es insuficiente hablar únicamente de cultura o contracultura como una opción sin también involucrarse con el santo y seña de la intracultura, ese dominio que nos devuelve al corazón. Donde, antropológicamente, desprendido y anhelante, lo vital se hermana con los jeroglíficos eternos, que heredamos como un don de lo natural, donde se suscribe iniciáticamente la textura de lo más sensible, en los locales sanos del cuerpo, en las regiones dérmicas, en el vértigo dichoso del asombro, en los intersticios clandestinos de lo que no transige: en la piel, en las manos, en los glúteos, hasta alcanzar la región ilesa que nos sostiene todavía. Sólo así se podrá florecer afuera para que nos duela dentro la negligencia y el atentado y para que la posibilidad de la alegría nos devuelva con placer la inversión de vida por vida, para que se nos trueque esperanza en el ahora y no esperanza que se espera. En la acepción de que lo desesperado y la esperanza que se espera son sinónimos de la misma historia.

Mas, no debemos subestimar el tiempo en la urgencia de las definiciones, que no son más que fútiles razones. Tal ardid de la dispersión y el entretenimiento, son formas soterradas para también pasearse en la agonía. Los sueños como la refundación de la cultura de los pueblos en flor no son definibles, porque su existencia está en el constante fluir, porque su permanencia depende de la ética y estética del ser, y del legado de la novedad. De no ser así, continuaríamos contrabandeando el límite como lo definitivo, y la única gloria que persigue lo definitivo es volverse tradición. Y la tradición, costumbre, pero jamás en su esencia ser vanguardia. Mas, está dentro del cinismo, continuar recibiendo como herencia la perplejidad de una cultura vertical, transcul, penetrada y desolada, utilitaria y decorativa como vidriera. Una cultura que utiliza al cultor como accesorio, donde el objetivo subyacente es fortalecer la incidencia de los trasfondos, no puede seguir siendo el inconsciente colectivo de la primera edad y del nuevo sol. Para esa inobviable sujeción, ha de emerger un distinto código que nos comunique, un lenguaje que permita comprender y expresar la inocencia que está por nacer. Y ya no, la enquistada terminología que durante siglos, viciada y prostituida, ha arrebatado el frenesí. Sumiendo en lejanía el desenlace de lo posible. Confabulándose con el resto de lo miserable, ha hecho aportes importantísimos para exacerbar la debilidad y la contradicción. De tal manera que no podemos explicar con el lenguaje que nos destruye, lo que se intenta soñar y lo que pudiese estar a punto de ser visible.

En fin, la consustanciación con este proceso que de pronto despliega sus alas más sagradas, debe conllevar de una vez por todas, legislar el derecho subjetivo, la eternidad de lo justo, la soberanía de lo humano y su dignidad. Ya no se trata de la transfixión de lo absurdo o de promover o de fomentar sino de garantizar lo que por intereses acumulados siempre se ha sugerido como imposible. Lo que presiona insoslayable un ultimátum: la erradicación de la actitud brutalmente benéfica del Estado y el hábito inveterado de mendicidad del pueblo. Desechar lo inútil de la bondad, el cinismo del sentimiento de culpa y la misericordia, que ya alcanza 2000 años de estar condenado exclusivamente el dolor personal como si fuera una mala suerte o la maldad de Dios. No hay que llorar por los que se quedan, cuando se amarran cada vez más a su costado, también forman parte de la maldición que nos detiene. Y hemos sido demasiado Tío Tom, pagando con nobleza la traición. El beso a Cristo, a fin de milenio, nos sigue espantando todavía, como si fuera una bendición. Y de lo insensato no habrá plegaria que valga para contrariar la irrevocable determinación de transformarnos como país.

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